Extraido de la revista Neuroelectrobiologia
Un merecido homenaje a un brillante vecino de San Nicolás
Oculta durante ciento dos años (1883-1985), la proeza neurocientífica de Alberto Alberti (1883) - el primer mapeo con electricidad en el mundo (en un trabajo prolongado durante ocho meses) de un cerebro humano consciente y expuesto - fue suscitada para forjar la neurocirugía.
Era necesario perforar el cráneo: reimplantar el uso del trépano, abandonado porque los pacientes con cualquier foco cerebral fallecían del exceso de perforaciones inútiles, ya que se desconocía casi toda localización de funciones en el cerebro humano.
Su obra la hizo posible.
Un poco de historia
El invento de la pila por Volta permitió a su sobrino Aldini el electrificar cabezas de animales recién decapitados, moda circense de obtener muecas que a comienzos del siglo XIX se extendió rauda. Es sabido como Mary Shelley confiaba en sus posibilidades al escribir su novela: "El moderno Prometeo" (Conocida en el mundo como “Frankenstein”)
Pero electrificar cerebros vivos no era nada fácil por entonces. Baterías y generadores a manivela brindaban corrientes de por sí inestables, cuya fluctuación agravaba el azar de los contactos.
Recién en 1870 Fritsch e Hitzig lograron obtener síntomas motrices electro-estimulando el cerebro de un perro. Hace siglo y cuarto la cirugía cerebral casi no existía por el desconocimiento del funcionamiento cerebral. Inmediatamente se advirtió que esta técnica podría permitir gigantescos desarrollos de la neurocirugía, hasta entonces refrenados. Pero hasta el trabajo de Alberti (y allende, hasta 1909) nadie había logrado "mapear" ninguna región cerebral significativa de un paciente; mucho menos, comparar la convexidad entera.
Se conocía el experimento de Bartholow, de Cincinnati, quien mató a una adolescente débil mental colocándole corriente en el cerebro durante breves segundos por medio de electrodos durante una intervención quirúrgica. Y también el no menos mortífero ensayo de E. Sciamanna, quien con idéntica fatalidad electrizó el cerebro de su paciente Ferdinando Rinalducci, conectándolo igual que Bartholow sólo durante escasísimos segundos.
La consecuencia fue que en nuestro país, como en todo el mundo académico internacional, se compartió la condenación expresada por el Congreso de Londres, prohibitiva de experimentos tan políticos como deletéreos, a los que ahora exigía considerar "una acción altamente criminal".
Pero para desarrollar la neurocirugía era ineludible perforar el cráneo: reimplantar el uso del trépano. Las intervenciones habían disminuído grandemente, y el trépano casi se había abandonado, por muy sólido motivo: faltaban noticias sobre la localización de la función cerebral.
El descubrimiento
Un inmigrante polaco, el profesor Richard Sudnik, uno de los fundadores en París de la Sociedad Internacional de Electricidad, no había logrado inicialmente revalidar su título de médico en Buenos Aires y en 1879 aceptó acompañar al general Roca en su Expedición al "Desierto".
De lucida actuación clínica en el entonces fortín de la bahía Blanca, llevaba Sudnik dos generadores de electricidad. Experimentando en liebres patagónicas pudo establecer qué potencia podía emplearse sin daño en el cerebro vivo, y brindó esa información en Buenos Aires en los cursos de su cátedra paralela a la Universidad, sostenida por el Círculo Médico. Esos cursos, de primer nivel internacional, fueron durante varios años fermento y levadura de la neurobiología y psicofísica en la Argentina.
Esta información se hallaba en 1883 en poder del joven doctor Alberto Alberti, quien atendía en San Nicolás a una paciente criolla que estaba afectada por una osteítis luética, que le venía desintegrando progresivamente la calota craneal, dejando al descubierto su cerebro.
Alberti logró mantenerla viva y desde el 15 de septiembre de 1883 y tal vez hasta junio de 1884, arriesgando sanciones profesionales y penales, investigó y construyó un mapa de numerosas localizaciones cerebrales de funciones motrices y sensitivas. Debido a las características técnicas de la corriente empleada, su amiga y paciente no murió.
Y durante ocho largos meses, cada vez con más confianza, Alberti siguió mapeando, en la geografía sanguinolenta de la bóveda del alma, las localizaciones de la función cerebral en todas las ocasiones posibles: despierta, dormida, bajo barbitúricos, durante la ejecución de acciones concretas, en la producción eléctrica de movimientos (es decir, la causada por el electrodo y no por la voluntad de la paciente), en la generación eléctrica de sensaciones, en el estornudo, en la tos, en el acto de contar, de hablar, de imaginar, de gritar, hasta en los esfuerzos del vientre. Alberto Alberti en ese momento tenía veintisiete años.
La traición
Después, el drama. Hacia abril o mayo del siguiente año (1884), Alberti terminó los experimentos. Sus resultados hubieran debido permitir que unos trescientos millones de pacientes neurológicos en todo el mundo pudieran beneficiarse con un método infalible de diagnóstico, un método para utilizarse desde la primera observación preliminar: el conocimiento de la localización anátomo-funcional de sus problemas.
Pero su excepcional trabajo, pese a obtener premios, no logró la difusión que merecía. Fue ocultado, y luego parcialmente plagiado por un falso colega cuyo nombre ni siquiera merece ser recordado.
Su trabajo fue silenciado y ocultado por mas de un siglo, mientras adelantos independientes en Estados Unidos y Europa desde 1909, año en que Harvey Cushing logró el primer nuevo mapa - si bien restringido a la corteza somato-sensoria - permitieron rehacer sus conocimientos y establecer sobre firme base científica esa especialidad médica.
Espiritualmente reseco y amargado, el Dr. Alberto Alberti (condenado a una carrera profesional mediocre) falleció en 1913.
En su recuerdo, va esta historia y homenaje.
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